Cesar Vidal dice: He señalado en mis últimas entregas las razones por las que los protestantes consideramos que no debe darse culto a ninguna criatura ya sea María o cualquier santo. De hecho, no otra cosa puede esperarse de una fe que se define como monoteísta y que cree que sólo puede rendirse culto a Dios y a nadie más. Debo, por lo tanto, ahora detenerme en una faceta tan vinculada al culto católico como las imágenes y más en la medida en que suele resultar chocante a los católicos que los protestantes no recurramos a él. No resulta extraño que así sea porque el culto a las imágenes forma parte muy relevante de la vida de millones de católicos e incluso existen algunas imágenes concretas que son objeto de un culto más popular hasta el punto de que, ocasionalmente, pueden verse procesiones, visitas y fiestas relacionadas específicamente con ellas.

Las razones para nuestra conducta, como siempre, se encuentran en la Biblia. En el decálogo que Dios entregó a Moisés se incluyó la siguiente prohibición: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni les rendirás culto, porque yo soy YHVH tu Dios” (Éxodo 20, 4-5ª)

El mandato es tan claro en los propósitos que Dios tiene para Su pueblo que cuando Moisés repitió la Torah a Israel también incluyó esta prohibición: “No harás escultura para ti, ni imagen alguna de cosa que esté arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni las servirás porque yo soy YHVH tu Dios” (Deuteronomio 5, 8-9ª)

El mandato de Dios es claro. No dice que unas imágenes están bien y otras mal o que su culto es lícito si se sobreentiende que las imágenes representan al ser objeto de culto. Semejantes distingos son ajenos a la enseñanza sencilla y luminosa de la Biblia. Toda imagen – represente a quien represente – está contenida en la prohibición de rendirles culto y, desde nuestro punto de vista, ningún hombre tiene derecho, autoridad o legitimidad para excluirlo. Desde luego, el pueblo de Israel lo entendió así – lo sigue entendiendo actualmente - y los ejemplos abundan. Por ejemplo, cuando en la época de Ezequías el pueblo de Israel se volvió hacia Dios una de las primeras medidas que llevó a cabo para mostrar su arrepentimiento y su abandono del pecado fue la de que “quebró las imágenes” (2 Reyes 18, 4) e “hizo pedazos la serpiente de bronce que había hecho Moisés porque hasta entonces le quemaban incienso los hijos de Israel”. La noticia histórica es considerablemente importante porque aunque Moisés había hecho la serpiente (Números 21, 9), sin embargo, la idea de rendirle culto no podía ser más contraria a la ley que Dios le había transmitido y entre conservarla corriendo el riesgo de rendirle culto o destruirla y librarse de la idolatría se optó por esta segunda opción.

Merece la pena reflexionar que la Biblia indica que el hecho de que los hijos de Israel rindieran culto a imágenes provocó la ira de Dios (Salmo 78, 58) no porque representaran a otra divinidad sino, simplemente, porque el Decálogo señala terminantemente que no se ha de rendir culto a las imágenes. Para el salmista (Salmo 97, 7) los que rinden culto a imágenes talladas deberían avergonzarse y, de nuevo, no diferencia entre las que representen a otros seres o al único Dios.

De manera bien significativa, también en los salmos encontramos una clara contraposición entre la adoración a Dios de manera inmaterial porque se encuentra en los cielos y la de adoración de aquellos que se dirige a imágenes de oro y plata, hechas por los hombres. Estas – y no se dice que no representen ocasionalmente a Dios - “tienen boca, pero no hablan; tienen ojos, pero no ven; tienen oídos, pero no oyen; tienen narices, pero no huelen; tienen manos, pero no palpan; tienen pies, pero no andan” (Salmo 115, 5-7) y zanja el salmista con unas palabras que para nosotros los protestantes son irrefutables: “semejantes a ellas son los que las hacen y cualquiera que confía en ellas” (Salmo 115, 8). Una enseñanza idéntica hallamos en el Salmo 135, 16.

Al respecto, no deja de ser claramente revelador que Isaías, el profeta más importante del Antiguo Testamento, dedique todo un capítulo de su libro a señalar lo estúpida que es la postura de aquel que se inclina ante una imagen porque puede con el mismo trozo de madera labrarse un objeto de culto y con lo que sobra calentarse la comida (Isaías 44, 9-20). Al respecto, el juicio del profeta es muy duro, pero indica lo que Dios piensa del culto a las imágenes: “No saben ni entienden, porque cerrados están sus ojos para no ver, y su corazón para no entender. No piensa, carece de sentido y de entendimiento para decir: Una parte de esto la quemé al fuego y con sus brasas cocí pan, asé carne y comí. ¿Haré con lo que queda una abominación? ¿Me postraré delante de un tronco de árbol? De ceniza se alimenta. Su corazón engañado le desvía para que no se vea liberada su alma ni diga: ¿Acaso no es una pura mentira lo que tengo en la diestra?” (Isaías 44, 18-20).

Como muy bien señala Isaías, el culto a las imágenes es de por si absurdo porque “¿A qué asemejareis a Dios o qué imagen le compondréis?” (Isaías 40, 18) y es que, a fin de cuentas, las imágenes de culto “todas son vanidad y sus obras son nada. Viento y vanidad son sus imágenes fundidas” (Isaías 41, 29). De nuevo, hay que observar que los autores sagrados no diferencian entre imágenes de un dios o de Dios, de una divinidad falsa o del Señor. Según su testimonio, toda imagen destinada a culto desagrada profundamente a Dios y, por añadidura, es absurda su fabricación y todavía más su culto porque Dios por Su propia naturaleza no puede ser representado. Inclinarse ante una imagen es un terrible engaño espiritual y lo es, según la Biblia, especialmente para el que se entrega a ese tipo de prácticas.

Esta enseñanza resulta tan clara en la Biblia – y tuvo consecuencias tan fatales abandonarla – que el pueblo de Israel la ha mantenido hasta el día de hoy. Pero no se trata sólo del pueblo de Israel. Durante los tres primeros siglos, los cristianos no rindieron culto a las imágenes y no tenemos ni el menor testimonio arqueológico en ese sentido. Era lógico porque no se sentían autorizados a suprimir ningún mandamiento del Decálogo. De hecho, como supo reconocer el cardenal Newmann en su Ensayo sobre el desarrollo del dogma, el culto a las imágenes fue una de las prácticas paganas que penetró en la práctica del cristianismo a partir del s. IV. Aún así, su asentamiento no fue fácil. El concilio de Elvira en España todavía mantuvo la prohibición de pintar imágenes para el culto en resistencia a un mimetismo de los ritos paganos y, por ejemplo, las iglesias ortodoxas insisten – de manera bastante especiosa a nuestro juicio – en diferenciar las imágenes de bulto redondo de los iconos reconociendo que rendir culto a las primeras es idolatría, pero insistiendo en que hacerlo con los iconos no lo es.

Resumiendo, pues, los protestantes no pensamos que incurrimos en ninguna falta al evitar el culto a las imágenes o que, por lo menos, perdemos algo espiritualmente positivo. Por el contrario, creemos que:
1.- de esa manera respetamos el contenido completo del Decálogo del que la iglesia católica por razones que no podemos considerar justificadas ha extirpado la prohibición de rendir culto a las imágenes.
2.- de esa manera actuamos conforme al testimonio de los profetas que advirtieron al pueblo de Israel en contra de caer en la ceguera espiritual que deriva específicamente de rendir culto a las imágenes.
3.- de esa manera nos vemos libres de la tremenda arrogancia de pretender formar algo que se asemeje al Dios que nadie puede representar.
4.- de esa manera seguimos el ejemplo de Jesús, sus apóstoles y los cristianos de los tres primeros siglos que jamás fabricaron imágenes o les rindieron culto y
5.- de esa manera somos receptores de la promesa de Jesús de adorar a Dios en un nuevo pacto marcado por la adoración “en espíritu y verdad” (Juan 4, 23) y no en sombra o representación.

Creo que no costará comprender que, una vez más, puestos a escoger entre lo que enseña con extraordinaria claridad la Palabra de Dios y lo que enseñan hombres que no tienen reparo en mutilar lo ordenado por el Señor en el decálogo nos quedemos con la primera.

César Vidal es escritor, historiador y teólogo

Fuente(© C. Vidal, ProtestanteDigital.com (España, 2010)).

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